Víctimas


“No elimines tus emociones para protegerte, gestiónalas y utilízalas para impulsarte”.

Laín García calvo

“Puedes crear una vida bella, creando condiciones fértiles”

Blessings of the Cosmos, Neil Douglas-Klotz (Palabras de Jesús)


Nuestra vida transcurre en el exterior, porque siempre miramos hacia fuera. Estamos acostumbrados a volcar nuestra indignación, a reaccionar, a sentir que todo nos pasa, a culpar, a caer en picado cuando algo o alguien nos “ofende”. Todos hemos aprendido a sentirnos víctimas, de una u otra manera. La víctima es uno de los papeles más negativos en los que actúa el ser humano.

Sin embargo y a pesar de que nos hace esclavos de nuestra mente pequeña, es un papel que aprendemos bien. Desde muy pequeños imitamos a nuestros mayores y nos encanta que nos toque representarlo en este gran tapiz en el que se despliega la  vida. Cómo cualquier actor, nos subimos al escenario, nos identificamos con el personaje y actuamos con fluidez. Nos resulta más atractivo sentirnos víctimas que responsables de todo lo que nos sucede, aunque esto afecte negativamente a nuestro estado de ánimo, a nuestra actitud ante la vida y a nuestra salud emocional, porque la mente, nuestra gran directora, se siente segura en ese papel conocido.

El victimismo se apoya en un sistema de creencias tan integrado en la conciencia colectiva que, a veces, es difícil darse cuenta de cuándo estamos en él. Nos sumergimos en su impronta  desde nuestra más tierna infancia y nos reafirmamos en la víctima, cada vez que ciertas creencias aparecen en el horizonte y nos enganchamos a los pensamientos que las refuerzan: Soy impotente; soy vulnerable; hay personas con suerte, pero no es mi caso; no tengo poder; estoy en manos del destino; no puedo; no se puede; hay que luchar; hay que defenderse…y tantas otras.


Suele volar sobre nosotros, se acerca con mucha sutileza  y nos quedamos atrapados. No obstante, el estado de ánimo de la víctima es siempre negativo, la vida pesa como una losa sobre su cabeza y camina siempre con esfuerzo. No hay descanso para el victimista, se aferra a un punto de vista en el que la vida es dura, todo está en su contra, todo le pasa, nada le beneficia. Existe en él un sentimiento perpetuo de insatisfacción, de carencia y de frustración. Andamos cabizbajos, cuando nos sentimos como víctimas.

El aprendizaje del papel empieza en nuestra infancia. A medida que queremos expresar nuestros sentimientos como niños, el entorno nos interrumpe, nos prohíbe y acalla nuestra queja, lo que nos enseña a guardar y no hace sino aumentar la carga de emociones negativas en nuestro interior. Poco a poco y sin el apoyo requerido, el mundo se convierte para nosotros en un núcleo hostil, incomprensible y sometido al azar. Nos vemos limitados y aplastados por las estructuras mentales inconscientes de los que nos rodean. Caminamos sin respeto, libertad de expresión, reconocimiento o poder. El miedo a no recibir amor, a ser rechazados, a ser abandonados se convierte en una amenaza, nos sentimos aterrados y permitimos que lo de fuera poco a poco nos vaya anulando como seres humanos únicos e irrepetibles.

Lo creamos o no, este virus nos afecta pronto. Ante condiciones aparentemente mejores o peores, y ante determinadas circunstancias  nos asaltan siempre esos pensamientos derrotistas, que acaban por convencernos de que el mundo es un lugar hostil, en el que muchas cosas se colocan en nuestra contra. A nivel mental inconsciente y paralelo a la formación del personaje de la víctima, la rabia, la cólera y la agresividad comienzan a aparecer y se acumulan entre nuestras emociones, convirtiéndose así en una forma de protesta ante todo lo que nos acontece y ante la vida misma.


A fuerza de pasar por este mismo proceso una y otra vez, la represión se hace cada vez mayor y poco a poco se construye una pesada carga inconsciente de emociones negativas, programaciones mentales y creencias. Según maduramos, la carga se hace más pesada y nos llenamos de desconfianza, miedo, resistencia, desesperación, negación o baja autoestima. El corazón se endurece y se cierra, o se entra en estados depresivos. Carentes de libertad y poder, el inconsciente dirigirá nuestra vida. Nos hemos convertido en robots, sin darnos cuenta. Ahora, somos dirigidos por nuestra mente subconsciente.

Hemos comprendido que a cambio de cariño, debíamos someternos a  la autoridad exterior, hemos entendido que no sabemos nada, que solos, no sabemos movernos, que no tenemos derecho a expresarnos y satisfacer nuestras necesidades, que somos incapaces de inventar nada, de crear o dirigir nuestra propia vida. La estructura está configurada. El sufrimiento es tan insoportable que solo nos quedan dos salidas, la sumisión total o la rebeldía, ambas desarrolladas a la par que un profundo sentimiento de impotencia, acompañado de todas las emociones negativas antes descritas. Hemos de protegernos y perdemos todo contacto con lo que queremos, lo que necesitamos o lo que podemos hacer. Hemos perdido toda esperanza de ser felices. Nos hemos convertido en adultos insatisfechos y desorientados.

Después de todas las experiencias que nuestro subconsciente ha grabado, sentimos que se nos escapa el control de todo, que la vida es difícil e injusta, que todo el mundo quiere engañar o dominar, manipular o aplastar. Que debemos protegernos, defendernos, desconfiar, controlar, luchar para conseguir lo que queremos. Que todo está lleno de peligros y sufrimientos a causa de otros, que otros son los culpables, que las circunstancias son adversas, que la vida es así... Todo es visto y entendido según la mente pequeña, ante la cual, a veces, cabe alguna esperanza, otras, entramos en la tristeza o la depresión o, por último, nos convertimos en personas agresivas y violentas hacia la vida o los demás. “El piensa mal y acertarás”, se convierte en nuestro mantra. Ha entrado en juego el personaje de la víctima.


Nuestro impoluto sistema de creencias no nos permite vernos cuando ciegos de rabia reaccionamos, seguros de que el otro, las circunstancias o la propia vida son las causantes de todo lo que nos pasa, cuando nos sentimos abandonados, rechazados, traicionados, humillados o injustamente tratados. En esos momentos, urge pararse, sentirse y abrazarse, porque ahí somos capaces de ver que somos los únicos responsables de lo que se dispone ante nosotros y de lo que sentimos ante ello, pero bufamos, aunque no lo expresemos.

La mente se defiende y aunque todos creemos que somos muy valientes, paso a paso, nos llenamos de miedos, que alimentamos con ese mundo de creencias negativas. Si en algún momento hemos sentido que el victimismo nos protegía o nos ofrecía alguna ventaja, nos agarramos a él y ya no lo reconocemos. Aparece y lo justificamos. Pero…no nos engañemos, porque eso no nos hace felices y si siempre estamos en busca de la felicidad, algo falla.

Por otro lado, los comportamientos familiares y sociales, ya  apoyados en el victimismo, aportan un fuerte impacto en nosotros, cuando somos niños aprendiendo a adaptarse a la vida y al mundo. La consecuencia es que la experiencia de nuestros progenitores y su entorno se añade a la nuestra y tomamos  de ellos las frustraciones, los malestares, las tristezas y otras “realidades”, a través de palabras y actos, tanto a nivel emocional como mental. Curiosamente el mensaje coincide. Es el mismo que el que vamos adquiriendo a través de nuestra experiencia,  los padres educan a sus hijos según han sido educados y transmiten el mismo bagaje de programaciones y creencias, sólo que ahora, las tristezas son un poco más tristes, las realidades un poco más oscuras y los malestares mayores.


Somos el resultado de creencias y programaciones alimentadas generación tras generación. Nuestro inconsciente está lleno de ellas y cada vez con más asiduidad adoptamos el personaje de la víctima. Cuanto más creemos en algo, más lo reforzamos, da igual lo que sea, nos sentimos siempre con la razón y caemos cada vez más en las mismas programaciones y actitudes, porque nos hemos convencido de que el mundo es así. El filtro está hecho. Aunque sólo es una cuestión de percepción, nos gusta mecernos en los brazos del personaje que hemos creado y en el que creemos creer. Esto será así mientras no nos demos cuenta de que todo son creencias, que por ende ni nos hacen felices, ni nos satisfacen.

Cuando nos sentimos víctimas, podemos encontramos inseguros, estresados o ansiosos. Es fácil vivir en el miedo y la inseguridad cuando nos vemos impotentes ante un universo que percibimos hostil, injusto y en el que todas las posibilidades, las peores, pueden tener lugar, en cualquier momento.

No nos sentimos en forma, la represión de emociones negativas baja nuestra energía y la bloquea, además, la poca que queda se destina a alimentar la frustración. Por eso tantas veces nos sentimos cansados o enfermos. Demandamos tanto del cuerpo que incluso, podemos llegar a enfermar de verdad.

Vemos el vaso medio vacío, la sensación de frustración es tal que nada nos parece suficiente. Ante nuestros ojos, la rosa sólo tiene espinas, protestamos, nos quejamos, criticamos…nunca estamos contentos o satisfechos. Siempre hay un motivo para sufrir. 
Nos quedamos en el “pobre de mí”, las quejas, que en muchos casos no serán expresadas, alimentarán la depresión y la desesperación, la rabia o la cólera…hasta que un día el vaso se desborde.

La culpa es de los demás. Cuando hemos alimentado tanta negatividad, la agresividad es constante. Nos quejamos o gruñimos y aprendemos a hacer que los demás se sientan culpables, sin razón. Les hacemos comprender que si sufrimos o las cosas no van bien, ellos son culpables. Victimizarnos nos convierte en maestros del juicio y el reproche. Particularmente reprochamos constantemente a los otros nuestras propias reacciones emocionales. Los otros son los causantes de nuestro malestar.


En nuestro mundo, es raro encontrar a personas que no se consideren víctimas de algo. Cada vez que nos enfadamos, en cualquiera que sea el grado, tendemos a soltar la responsabilidad de nuestro estado de ánimo y culpar al otro, a los otros o al mundo de todo: es el gobierno, los jefes, la familia, los amigos, el vecino…todo vale. Lo que ocurre es que es imposible esquivar dicha responsabilidad sin también dar a los otros el poder sobre nuestro estado interior. La víctima suelta su poder y lo deja en manos de los demás, cede el control de sus emociones al resto del mundo. Esta actitud no nos da felicidad, es más, nos mete en un bucle de absoluto sufrimiento, que a veces no se ve, pero que está ahí.

Además, no sólo cedemos el control de nuestras emociones negativas, sino también de las positivas. Por eso esperamos que alguien nos quiera o satisfaga y sólo nos sentimos amados mientras ese alguien adopta un papel satisfactorio para nosotros. O cumple con nuestras expectativas o le acusamos de no amarnos lo suficiente. Este estado es muy nocivo para nuestra salud emocional y nuestra libertad, porque no permite la evolución ni el aprendizaje.

Los costes de este estado son caros. Sin embargo, todo tiene solución. El primer paso para sanar a la víctima es verla merodear a nuestro alrededor o verla manifestarse, Aceptar que nos sentimos víctimas, pero que este papel forma parte de nuestro aprendizaje y que sobra la crítica hacia nosotros o hacia la vida. Que todo está bien, se muestra ante nosotros para que lo veamos y podamos ir más allá. Cualquiera que sea el mecanismo, forma parte de nuestra condición de ser humano vivo en este momento de la historia de la humanidad, en este punto de nuestro proceso evolutivo.

Obsérvate para verte, a veces es difícil encontrar nuestros puntos más reactivos, pero todos tienen que ver con este personajillo que se nos cuela para ser adoptado. Mírate de frente para ir más allá, acepta lo que se mueve dentro de ti y respira. Abraza la nube de emociones que se disparan y ama todo lo que la vida te trae. No cuestiones, no digas, no hagas, sólo siente y permite que las cosas sean, que el sufrimiento sea, que el dolor sea, que la tristeza sea, que la víctima aparezca. Tras toda esa nube intensa y desafiante, estás y toda la alegría y la paz que alberga tu corazón.


“Lo que criticas en otros está en ti, lo que no está en ti, no lo ves”.

Alejandro Jodorowsky

“Acusar es no entender”.

“Ofrece amor y el amor vendrá a ti, porque se siente atraído por sí mismo”.

Un Curso de Milagros



FUENTES:

El Poder de elegir. Annie marquier. Ediciones Luciérnaga, 2009

Este no es el Evangelio que quise ofrecerte. Enric Corbera. El Grano de Mostaza, 2014



Lucía Madrigal