A
principios del siglo XX, nuestros antepasados se alimentaban de lo que la
naturaleza les proporcionaba cada temporada, sin medir o descartar y había poca
gente con sobrepeso o enfermedades degenerativas. También en esta época el
Departamento de Agricultura estadounidense, comenzó a observar que la gente empezaba
a ingerir grasas hidrogenadas, como opción barata a las grasas saludables. Dejábamos
de lado nuestro cuerpo, para darle prioridad a la economía.
De hecho, la industria nos proponía, en bandeja de
bajo coste, dejar de lado lo natural y dijimos “sí”. Aunque la “Hipótesis de
los lípidos” existía desde el siglo XIX, ésta no empezó a cobrar fuerza hasta
que a mediados del siglo XX surgieron
teorías que la corroboraban: “todas las grasas, inclusive las que hasta
entonces se habían considerado saludables, eran malas y causaban enfermedades
cardiacas”. Pero el panorama, que se observaba, era parcial y las estadísticas
engañosas.
En
el fondo lo sabemos, hay Alimentos y alimentos, hay Grasas y grasas y todas las
personas no somos iguales. No obstante, de aquí en adelante, cada vez cobró más
fuerza la idea de descartar las grasas, especialmente las saturadas, y dar prioridad a los carbohidratos.
Evidentemente quitar grasas a los alimentos, hacía que estos perdieran sus
sabores genuinos, así que no gustaban, por lo que la industria alimentaria
decidió añadir aditivos sabrosos y adictivos, entre ellos azúcar, (más
carbohidratos a los carbohidratos, pero pocas grasas).
Esta
perspectiva hizo que las farmacéuticas invirtieran grandes cantidades de dinero
en busca de fármacos hipolipemiantes y las autoridades sanitarias comenzaran a
advertir a la población de que no consumieran grasas, ya que eran malas, y que
se decantaran por los carbohidratos y aceites poliinsaturados y procesados como
el de soja, maíz, girasol…La industria había descubierto un nuevo filón.
A
mediados de los 80, los restaurantes de comida rápida comenzaron a reemplazar
las grasas naturales por aceites vegetales parcialmente hidrogenados (grasas
trans) y se siguió transmitiendo la idea de que consumir grasas era malo, así
que la dieta, que se consideraba ideal, no las incluía en absoluto. Por eso
estamos confundidos y no conocemos bien las grasas saludables. Queremos estar
bien, nos preocupa el colesterol alto y creemos que hay uno malo y otro bueno,
según dice la medicina convencional, pero nada es lo que se dice. El paradigma
de la ciencia tiene muchos fallos y creencias antiguas. ¡A las evidencias me
remito!
En
los últimos 30 años no se ha publicado un estudio en el que se demuestre que el
consumo bajo en grasas y colesterol prevenga o disminuya la incidencia de
cardiopatías o de muertes. De hecho, a pesar de las dietas bajas en grasa, ambas
siguen en aumento. También crecen los problemas relacionados con la nula o muy
baja ingesta de ácidos grasos, los índices de obesidad y de enfermedades
mentales son más altos ¿No será que nos pueden los protocolos y las hipótesis? ¿No
será que en lugar de encontrar la causa de nuestro desequilibrio, invertimos
mucha energía en la búsqueda de la sustancia milagrosa, que sea útil para todos?
Se nos olvida que nada es igual para todos. Puede que esa sea la razón, de que
sigamos sin saber por qué nos pasa lo
que nos pasa.
Nuestras
dietas actuales se basan en el consumo masivo de carbohidratos y cereales:
comemos mucho pan y tomamos hidratos para desayunar, almorzar y cenar. Tampoco
le prestamos atención a lo que necesitamos, simplemente comemos lo que se nos
ofrece como saludable y rico y consumimos lo que “hay”, el resto no lo vemos.
Además, aunque se valora la delgadez, se mira con
buenos ojos un cuerpo redondito, hasta que nuestro abdomen se muestra
prominente y dejamos de gustarnos. Entonces queremos adelgazar. Nos preocupa
nuestra imagen, pero del cerebro y sus necesidades no nos ocupamos mucho,
simplemente asumimos que con la edad se produce un deterioro cognitivo. Eso es
normal ¿normal?
El
consumo excesivo de carbohidratos produce disparos de azúcar que tienen un
impacto negativo en el cerebro y desencadenan una cascada inflamatoria. También
se producen alteraciones en el uso y secreción de neurotransmisores, que son
reguladores del cerebro y del estado de ánimo. De hecho, cuando el azúcar entra
en el cerebro hay una disminución de serotonina, epinefrina, norepinefrina,
GABA y dopamina. Al mismo tiempo se consume la vitamina B que se necesita para
producir dichos neurotransmisores y mucho más. También se reducen los niveles
de magnesio, lo que deteriora tanto el hígado como el sistema nervioso.
El
azúcar alto desencadena una reacción, llamada de glicosilación, que hace que
proteínas, glucosa y ciertas grasas se enmarañen lo que da como resultado un
endurecimiento de todos los tejidos corporales, que se vuelven rígidos e
inflexibles. Nuestro cerebro es muy vulnerable a esta reacción, la cual empeora
cuando antígenos, como el gluten, aceleran el daño.
El
consumo de cereales cocinados o elaborados de miles de maneras o simplemente
cocinados, o las bebidas edulcoradas componen el grueso de calorías de nuestra
dieta. A esto se suma el consumo de otros alimentos altos en carbohidratos como
las patatas, el trigo, el exceso de fruta y el arroz, lo que nos conduce a la
epidemia actual de diabetes y obesidad.
La diabetes duplica el riesgo de alzhéimer, incluso
ser prediabético se asocia con una disminución de la función cerebral y con el
encogimiento del centro de memoria del cerebro. No hay duda, existe suficiente
documentación que demuestra la conexión entre diabetes y demencia.
Cuando
consumimos azúcares, el páncreas segrega insulina y estos, convertidos en
glucosa, son conducidos por la insulina a las células. Si hay mucha glucosa las
células se hacen resistentes a la misma y el cuerpo, que utiliza la grasa
corporal como combustible, deja de hacerlo, puesto que tiene constante
abastecimiento. Así que, engordamos cada vez más. Además, esto genera niveles
muy altos de glucosa e insulina en la sangre, lo que hace que el organismo se
vuelva adicto a la glucosa y se haga incapaz de perder peso.
Este
proceso también afecta negativamente a nuestro cerebro, porque aunque más del
70% de él es grasa y aumentamos la grasa corporal con el consumo de
carbohidratos, el cerebro no se ve beneficiado por dicho consumo, A él le
beneficia el consumo de grasas. Las grasas son también buenas para la
realización de otras muchas funciones corporales, por ejemplo, ayudan al
mantenimiento de nuestro sistema inmune. Pero ¿qué grasas comemos? ¿Cómo las
usamos? Debemos tener en cuenta que a pesar de las recomendaciones, muchas
grasas poco buenas se incluyen en los alimentos procesados y es muy difícil no
consumirlas o contabilizarlas.
Las
grasas saludables como el Omega 3 y las grasas monoinsaturadas reducen la inflamación,
pero es que lo que consumimos con los alimentos procesados son grasas
hidrogenadas y modificadas que aumentan en gran medida la inflamación. Ciertas
vitaminas, sobre todo la A, D, E y K, de vital importancia para nosotros,
necesitan de las grasas para que el cuerpo las absorba de forma adecuada.
Nuestro intestino delgado no las puede sintetizar si no vienen envueltas en
grasa, así que de nada sirve suplementar, si llevamos una dieta hipolipídica.
Por
ejemplo, la vitamina K contribuye a la coagulación sanguínea, a la salud del
cerebro, de los ojos y ayuda a reducir la demencia senil y la degeneración macular y la falta de
vitamina D se asocia a una mayor susceptibilidad a la esquizofrenia, el
alzhéimer, el párkinson, la depresión, los trastornos afectivos estacionales y
una serie de enfermedades autoinmunes como la diabetes tipo 1. Serio ¿Verdad?
Ya
hemos dicho que las grasas sintéticas son nocivas, sin embargo, las que
encontramos en nueces, aguacates, coco o aceitunas son saludables. También es saludable
el consumo de Omega 3, a través de los pescados de agua fría (el problema es
que están muy contaminados) o el aceite
de lino y chía.
Las
grasas saturadas, tan demonizadas, son necesarias para muchos de nuestros
procesos biológicos, de hecho la leche materna tiene un 54% de grasas
saturadas. El 50% de la membrana celular es grasa saturada, así mismo, éstas
contribuyen a la estructuración y funcionamiento de los pulmones, el corazón,
los huesos, el hígado y el sistema inmunológico. Por ejemplo, el ácido
palmítico, C16:0 produce surfactante pulmonar y reduce la tensión para que los
alveolos se puedan expandir, las células del músculo cardiaco prefieren
nutrirse de grasa saturada para asimilar el calcio de forma efectiva, con ayuda
de grasas saturadas el hígado se desprende de la grasa visceral y nos protege
de los efectos adversos de las toxinas, los glóbulos blancos deben su capacidad para reconocer y destruir
gérmenes invasores, así como para combatir tumores a las grasas presentes , por
ejemplo, en el aceite de coco. Incluso el sistema endocrino depende de los
ácidos grasos saturados para expresar la necesidad de crear ciertas hormonas
como la insulina. También son las grasas saturadas las que nos ayudan a
reconocer cómo parar de comer.
Por
otro lado el supuesto colesterol malo, no es peor o mejor que el bueno,
simplemente es grasa incorporada a contenedores diferentes, que tienen, por
supuesto, funciones diferentes. Algunos estudios recientes muestran la
importancia del colesterol para la salud cerebral, independientemente del tipo
que sea. Un cerebro enfermo siempre tiene deficiencia de colesterol, a fin de
cuentas a pesar de que nuestro cerebro sólo supone un 2% de la masa corporal,
tiene un 25% del colesterol total, lo que sirve como apoyo para su función y desarrollo.
No
hay duda, aunque durante años se nos ha dicho que hay que consumir alimentos
bajos en colesterol, la verdad es que el problema no es el colesterol en sí, si
no la oxidación del mismo. El colesterol oxidado nos enferma, pero… ¿cómo se
oxida el colesterol? Un factor decisivo para que esto se produzca es el
excesivo consumo de glucosa. Esto quizás indique, que cambiar nuestra dieta
puede ser mejor solución que tomar
estatinas, que por otro lado, pueden
causar o exacerbar los problemas cerebrales. Hay ya muchos estudios que
demuestran lo que digo. Podéis consultar el libro del neurólogo americano David
Perlmutter, “ Grain Brain”.
Todo
esto parece un nuevo movimiento del péndulo para contradecir lo que a fuerza de
insistencia hemos asimilado como válido y todos admitimos, pero el problema en
sí, no es si comer o no comer grasas o carbohidratos, si no adaptarnos a los
ciclos naturales, comer productos de estación, limpios, fisiológicos y de
nuestro entorno. Parece difícil, pero se trata de elegir hábitos saludables y
de descartar alimentos nocivos, por su mala elaboración, su dudosa procedencia
y su toxicidad. También nos intoxica comer en exceso y no permitirnos periodos
de descanso digestivo.
Otra
cosa a tener en cuenta es que todos somos personas diferentes con un microbioma
diferente. Es cierto que los excesos nos matan, que somos muy poco conscientes
de nuestro cuerpo, que nos dejamos guiar por otros, que como nosotros tienen visiones
parciales y poco aperturistas. Ellos nos hacen creer que unas cosas son mejores
que otras, incluso nos elaboran una pirámide nutricional que nosotros asumimos
como válida. Son los respetables científicos de este paradigma gastado. Pero
todos tenemos y somos realidades diferentes.
Escucharnos
es difícil al principio porque estamos sucios, se nos ha olvidado cómo hacerlo
y porque nos hemos hecho adictos a algunos alimentos, pero si lo conseguimos,
el cuerpo nos guía hacia nuestras verdaderas necesidades.
Sin
duda, sabemos lo que nos hace bien y lo podemos elegir, solo hay que tener en
cuenta una cosa: Si algo va mal, hay algo que cambiar. Como dijo Albert
Einstein, “Si quieres resultados diferentes, prueba cosas diferentes”.
Cada
persona tiene su dieta, pero ésta no debe ser disonante con las leyes de la
naturaleza y con la fisiología del organismo.
Prueba a descubrir la tuya, sólo
así te sentirás bien.
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